Recuerdos (por Miquel Fuster)

Pasaba el tiempo y lo único que lograba era reforzar mi soledad en la calle.
Una noche cualquiera de mi peregrinación buscando un lugar donde cobijarme para pasar la noche, me fijé en el maniquí de un escaparate. Y la encontré hermosa.
¿Cuantos años hacía que no tenía relaciones sexuales, emotivas y recíprocas con una mujer?
Yo llevaba tatuados en mi espíritu los cuerpos, las miradas y los chillidos de las mujeres que había amado. Y que se habían convertido en los estímulos de los escasos alivios solitarios a que recurrir cuando el deseo se convertía en insufrible.
Una vez me recogió en su casa una chica que conocí en el Vaixell Vell del puerto de Barcelona, mientras yo pintaba escenas taurinas y el monumento de colón para intentar vender a los turistas. No era prostituta -las únicas que en la calle se me han acercado para darme un beso y ponerme furtivamente cinco euros en el bolsillo- era pintora y guapa, vendía poco, pero se mantenía con una obstinación envidiable, fiel a su propio estilo.
Una noche en un bar del barrio gótico la tenía cogida de la mano. Al encender un cigarrillo, vi repetido en un espejo a una chica muy maja que sonreía y gesticulaba con alegría a un hombre ya mayor, con aspecto de artista bohemio en evidente decadencia, ofrecerle fuego con una mirada de súplica precipitada.
Al dia siguiente le agradecí su generosidad y me fuí de su casa. No quise volver a verla.
La imagen que vi reflejada en el espejo del bar era la constatación improrrogable de que mi juventud hacía ya tiempo que dejó de existir.

Miquel Fuster