Cuando se vive con la constante aprensión de que cualquier noche puedes sufrir una agresión que te deje malherido o muerto, el aire que nos rodea se torna hostil. Los días que esa sensación se me hacía mas insoportable lograba una inexplicable percepción de mi mismo: “Yo estoy en un lado del mundo y vosotros en el otro”; y conseguía crear un abismo entre mi y todos los demás. Necesitaba firmemente que la otra gente no existiese, que yo no reparara ni tan siquiera en presagiarles. Ya había sufrido demasiado y debía desterrar de mi todos los brotes de dolor o de rencor que surgieran. Y algunas veces lo conseguia. Pero aun así en estos dias navideños era tan fuerte la explosión de la gente que me era imposible lograrlo. Estos dias de tregua a las animosidades y derroche de afectos y parabienes tambien los recibia el hombre que era yo, que despojado de todo y forzado por las circunstancias me había construido una personalidad de indigente. Además de la largueza caritativa de muchas personas que te iban sacando de apuros, existía la otra parte; la que por un momento te permite no sentir un porvenir tan lúgubre; ya que en esos dias, en las miradas desaparece el desprecio para aparecer una mueca de tolerante comprensión. Y los niños, al no ser apartados desabridamente por sus padres de nosostros los indigentes, como si sus inocentes ojos estuvieran contemplando la mas monstruosa obscenidad; al no hacerles notar nuestra presencia, los niños nos miran con el mismo interés con el que mirarían un disfraz; nos miran con simpatía. Pero la mirada de los niños es una de las mas dolorosas alambradas de espinos que puede cruzarse en el camino de un indigente. Es la culminación cruel e inexorable de un proceso. Una condena sin veredicto. Una condenación definitiva.
Miquel Fuster
Miquel Fuster