La literatura se pasa al cómic

La relación entre la literatura y el cómic se remonta a los mismos orígenes del arte de las viñetas, cuando el anciano Goethe elogió las histoires en estampes del ginebrino Rodolphe Töpffer, uno de los padres de la historieta.
Desde entonces, han sido muchos los escritores y artistas que se han interesado por los tebeos: James Joyce, John Steinbeck, Picasso o John Updike constituyen una noble tradición de admiradores. Esa admiración se convierte en fervor en las últimas hornadas de literatos. Jonathan Lethem escribe tebeos de superhéroes, Michael Chabon basa su obra cumbre en la Edad de Oro del cómic americano, y Junot Díaz y Rick Moody inician sus novelas maestras citando a los Cuatro Fantásticos. En España, Agustín Fernández Mallo remata Nocilla Lab con un cómic de Pere Joan. Que las fronteras entre los dos campos narrativos sean más porosas que nunca parece algo lógico en una época en la que asistimos al auge de la novela gráfica. Por supuesto, la novela gráfica no es precisamente «novela en imágenes». Se trata tan sólo de un nombre convencional para designar tanto una tendencia como un formato del arte del cómic, pero revela en su denominación aspiraciones próximas a las de la literatura y el arte cultos. Aunque el cómic juvenil tradicional siempre había realizado adaptaciones de clásicos literarios, las relaciones que se establecen entre el imaginario escrito y el dibujado en el cómic adulto contemporáneo son más complejas. Identificamos al menos cuatro corrientes en los itinerarios que comunican a la historieta con la literatura en la actualidad.
Adaptaciones «transparentes»
Son obras en las que la novela de partida sirve como material narrativo que sustenta el argumento y el drama de la novela gráfica o el cómic de destino. Podríamos considerarla la continuación más directa de la tradición popular de los clásicos ilustrados. Es la tendencia más común, donde se encuentra la reciente Farenheit 451, de Tim Hamilton, que recoge la herencia de las adaptaciones de Ray Brabdury realizadas por la legendaria EC Comics en los años 50. Son muchos los títulos que se han vertido así a la historieta: La metamorfosis y América, de Kafka; El principito, de Saint-Exupéry; Nightmare Alley, de William Lindsay Gresham; Alatriste, de Pérez-Reverte. Nada es sagrado, ni siquiera En busca del tiempo perdido, de Proust o, ya en la apoteosis de lo literal, el Génesis que ha dibujado Robert Crumb.
En esta tendencia hallamos también una de las más ricas vías de comunicación entre letras y viñetas, la del género negro. El maestro francés Jacques Tardi ha trasladado a la bande dessinée con gran acierto textos de Malet y Manchette; el norteamericano Darwyn Cooke se ha encomendado a Donald Westlake, y el noruego Jason nos ha traído una muestra de las raíces de la novela de misterio nórdica con su adaptación de El carro de hierro, de Stein Riverton. En ocasiones, la relación es más íntima: Fred Vargas escribió Los cuatro ríos, uno de los casos de su inspector Adamsberg, directamente para que lo dibujara Baudoin.
Inspiraciones
En este caso, la novela de partida sirve como chispa creativa para un trabajo que cobra conciencia de las diferencias entre medios, y que explota la forma y el lenguaje para producir obras espiritualmente afines pero sustancialmente distintas. El ejemplo clásico es Ciudad de cristal, de Paul Karasik y David Mazzucchelli, que se atrevía a enfrentarse con una novela tan basada en la palabra como la de Paul Auster y resolvía el desafío indagando en la riqueza epistemológica del lenguaje icónico. Por su parte, Sammy Harkham, a partir del cuento «En el mar», de Guy de Maupassant, ha creado con Pobre marinero un cómic lírico y emotivo basado en un repertorio de imágenes sencillas y desnudas.
La literatura como material narrativo. En ocasiones, se utilizan temas literarios como hilo con el que tejer relatos propios. Los escritores protagonizan biografías o fantasías seudobiográficas. Crumb se ha acercado a Kafka y a Philip K. Dick, Harvey Pekar a la generación beat, y Alfonso Zapico prepara un retrato de James Joyce.
En el segundo caso, las viñetas nos han dado curiosas fantasías: Max imaginó «El encuentro entre Walt Disney y H. P. Lovecraft», un choque cultural traumático. En No me dejes nunca, Jason convierte a Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, James Joyce y Ezra Pound en dibujantes de cómics y atracadores en el París de los años 20.
Diálogo entre iguales
Quizás el nivel más sofisticado de las relaciones entre literatura y cómic se da en títulos que manejan la tensión entre ambos medios como soportes para la ficción y como productos culturales. Estas obras son la mejor prueba de la autonomía del arte de las viñetas, y de cómo su valía es incomparable. No se puede juzgar la calidad de un cómic por criterios literarios o pictóricos, sino que hay que considerarlo en un espacio distinto y propio. Hablamos aquí de la ambiciosa (aunque indigesta) Alicia en Sunderland, de Bryan Talbot, y de la ingeniosa Gemma Bovery, de Posy Simmonds, que reinventa la obra de Flaubert a través de una británica refugiada en Normandía. También de dos obras maestras de las viñetas: Fun Home, de Alison Bechdel, que es no sólo la autobiografía familiar y sexual de la autora, sino también, y en gran medida, su autobiografía literaria; y Masterpiece Comics, de R. Sikoryak, que durante 20 años ha hecho colisionar los clásicos de la literatura con los tebeos de toda la vida, pasando Crimen y castigo por el filtro de Batman, El extranjero por el de Superman o La metamorfosis por el de Carlitos y Snoopy.
Sikoryak pone de manifiesto que, finalmente, la tradición del cómic discurre por su propio cauce, y que cuando se trata de las viñetas, el canon de occidente está completamente por reescribir. O por redibujar.

Fuente: SANTIAGO GARCÍA ABC