Sic transit gloria mundi |
Nos encontramos en el año 50 antes de Jesucristo. Toda la Galia está ocupada por los romanos… ¿Toda? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles galos resiste todavía y siempre al invasor
Para ello Julio César decide levantar campamentos militares con el fin de asfixiar su economía.Pero los galos cuentan con un arma secreta, una poción mágica elaborada por su druida Panorámix que otorga una fuerza sobrenatural.
Por eso quienes peor parados salen del sitio son los militares romanos que sufren las razias de los galos por los motivos más curiosos (¿Qué mejor regalo de cumpleaños que atacar una guarnición romana? ¿Ha desaparecido un caldero lleno de monedas de oro cuyo responsable de su custodia era Astérix? ¡Ataquemos a los romanos y pidámosles explicaciones! ¿Qué tenemos que dilucidar quienes son más valientes, los galos o los belgas? ¡Veamos quienes arrasan más fortines!).
El poderío militar de Roma no someterá a los galos.
Se requieren métodos más sibilinos. Para ello Julio César idea un maquiavélico plan.
¡Obligarles a aceptar la civilización romana arrasando el bosque en el que encuentran su hábitat natural (base de su economía de subsistencia: cazadora de jabalíes, recolectora de muérdago y fabricante de menhires)!
Rodeada de edificios romanos habitados por civiles, la aldea se convertirá en un chabolarum condenado a adaptarse o a desaparecer.
El ambicioso joven Anguloagudus, será el encargado de llevar a cabo el edificio piloto.
Se trata de uno de los más brillantes arquitectos romanos que ya ha construido promociones de insulae (casas baratas en régimen de alquiler), muchas de las cuales no se han derrumbado.
La tala del bosque para habilitar el terreno de edificación iniciará una carrera de conflictos con los galos. Por no hablar -¡Beati pauperes spiritu! (bienaventurados los pobres de espíritu)- del despilfarro de materias primas (piedra, arcilla, argamasa, madera…) y de mano de obra (los esclavos derriban árboles y el sabio Panorámix los vuelve a hacer crecer introduciendo en los agujeros unas vulgares semillas que ha tratado con una de sus pociones, lo que hacen inútil el esfuerzo de iberos, lusitanos, germanos o númidas).
Finalmente, tras muchos avatares, la residencia se construirá. Ahora ya solo queda vender la promoción.
Y semejante desarrollo urbanístico debe tener un nombre en consonancia: La Residencia de los dioses (Goscinny y Uderzo, Pilote, 1972).
¿Quién no querría vivir como un dios, lejos de la atmósfera hedionda de la urbe, de la trepidación de una vida frenética?
Así rezaba la propaganda exhibida en los acontecimientos sociales más relevantes de la época, como las grandes galas del circo Máximo de Roma y sus luchas de gladiadores.
Prospectos grabados en mármol de la mejor calidad que añadían atractivos dibujos de las distintas cenaculas (divisiones de la insulae), como espaciosos triclinium (comedor), luminosos atriums (patio) o tablinums (sala situada al fondo del atrium y opuesta al vestíbulo) y otros cubiculums (habitaciones). Permítanme que insista: todo el mundo quiere vivir como dioses.
Los precios se disparan y se genera una burbuja inmobiliaria que contagia al resto de la sociedad (incluida a la pequeña aldea gala).
Pero todo era vacuo marketing. Su falta de armonía con su entorno la hará inhabitable.
Los antiguos propietarios deben malvender las casas o abandonarlas. Y las casas vacías son ocupadas por otros que entran en abiertas disputas con los vecinos que todavía permanecen en el antaño lujoso complejo.
Los comercios e industrias de la zona también se empobrecen y proliferan los carteles de “cerrado”, “se traspasa” y “se vende”. Plantigradus, centurión del cuartel Aquarium, afirma solemne gnóthi seautón (conócete a ti mismo). Desgraciadamente no sabe lo que significa ¡es griego para él!